Manuel González Pereira falleció hace poco más de dos años sin alcanzar a conocer el nombre de un alemán cuyo recuerdo perduró hasta su muerte y al que, paradójicamente, sólo vio en dos ocasiones: en la primera le salvó la vida y, en la segunda, accedió al préstamo de cien dólares a cambio de una extraña insignia de oro que hogaño conserva cual tesoro del capitán Flynt su hijo Juan Carlos, quien también anda empeñado en averiguar el verdadero origen de esa “misteriosa medalla” que ha servido al escritor Juan Gómez Jurado como motivo de inspiración de su última novela: El emblema del traidor.
Finalizada ya la II Guerra Mundial, en torno a los últimos años de la década de los 40 del siglo pasado, González Pereira, nacido en Celanova en 1926, cumplía el servicio militar a bordo de una de las patrulleras encargadas de la vigilancia del tráfico marítimo en el Estrecho de Gibraltar cuando, inmersa en un intenso oleaje, la tripulación divisó una especie de patera a la deriva en la que apenas era perceptible la presencia de unas siluetas que alguien identificó como seres humanos vivos. Desafiando el peligro de la marejada, Pereira convenció al capitán de que se acercase a la pequeña embarcación y merced a una arriesgadísima maniobra se consiguió hacer subir a bordo a los desesperados náufragos. Eran cuatro hombres altos, de tez muy clara, que hablaban en un idioma que uno de los marineros creyó entender como alemán. “Por señas y asustados —cuenta el propio Juan Gómez Jurado— pidieron al capitán que no les llevase a España, sino a algún puerto desde el que pudieran llegar a América. Finalmente, los cuatro individuos fueron desembarcados en el puerto de Ayamonte, muy cerca de la frontera con Portugal”.
Finalizada ya la II Guerra Mundial, en torno a los últimos años de la década de los 40 del siglo pasado, González Pereira, nacido en Celanova en 1926, cumplía el servicio militar a bordo de una de las patrulleras encargadas de la vigilancia del tráfico marítimo en el Estrecho de Gibraltar cuando, inmersa en un intenso oleaje, la tripulación divisó una especie de patera a la deriva en la que apenas era perceptible la presencia de unas siluetas que alguien identificó como seres humanos vivos. Desafiando el peligro de la marejada, Pereira convenció al capitán de que se acercase a la pequeña embarcación y merced a una arriesgadísima maniobra se consiguió hacer subir a bordo a los desesperados náufragos. Eran cuatro hombres altos, de tez muy clara, que hablaban en un idioma que uno de los marineros creyó entender como alemán. “Por señas y asustados —cuenta el propio Juan Gómez Jurado— pidieron al capitán que no les llevase a España, sino a algún puerto desde el que pudieran llegar a América. Finalmente, los cuatro individuos fueron desembarcados en el puerto de Ayamonte, muy cerca de la frontera con Portugal”.
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